lunes, 18 de abril de 2011

Vía Crucis

Primera parada: el supermercado. Los armarios de la cocina ya criaban telarañas, se había hecho necesario repoblarlos, así que el viernes compré un variado surtido de víveres para no desfallecer en vacaciones. Segunda parada: ordenar la mesa del ordenador. ¿Un juego de palabras? Que se ordene sola, diría alguien. Ya que mi intención era aprovechar el tiempo de Semana Santa para terminar los dos o tres, no más (jeje), trabajos pendientes, debía ordenarla yo mismo, y dejar los alrededores del teclado y el mismo teclado dispuesto para su uso. Aunque lo que se entiende comúnmente por ordenar, no fue exactamente lo que hice, sino que junté todos los papeles acumulados y los puse encima de la pila de ellos que yace sobre el suelo desde no se sabe cuándo y que ya sobrepasa la altura de la mesa. En todas las casas hay uno de estos, hasta que un día algún invitado le da un golpecito y se riegan los recortes por el suelo. Tercera parada: lavar la ropa. Como el sábado por la mañana me había puesto ya los últimos calzoncillos que aparecieron por la habitación, pensé que sería una buena idea lavar toda la ropa sucia. Y lo hice, a conciencia. Me dio la hora de comer. Para ello tenía que recuperar algún cacharro limpio o medio limpio, así que enseguida vino la cuarta parada: fregar los platos. Después la quinta: hacer la comida. Más tarde me invadió la sexta: la pereza y la siesta. No está mal decirlo, porque una de las cosas que también tenía pendientes era descansar un poco. Me pondré a estudiar más tarde, me dije. Una mosca me anunció la llegada de la séptima parada, el domingo por la mañana: la búsqueda de algo para estrenar. Mi abuela decía que tenía que el Domingo de Ramos hay que hacerlo, no sé por qué ni de quién fue la idea; antes no le hacía mucho caso, pero esta vez, lejos de ella, ayer, me dio por obedecer. Fue una ardua tarea, esta estación, y estaba a punto de estrenar un paquete de arroz, cuando me acordé de que traje unos calcetines de Berlín para regalar a alguien y que aún debían de seguir por casa, sin destinatario. Qué buena suerte. Al cabo de un par de horas tuve éxito. Estrené unos calcetines negros con rayas naranjas. Ya estaba dispuesto a la octava parada: fregar el suelo. Eso me llevó un ratillo. Y después me di cuenta de que quizá sería hora de limpiar la taza del váter, ¿cuándo fue la última vez? Total, la Semana Santa es muy larga, ya estudiaré luego. Lo hice, lo del váter, quiero decir, y como se trataba de limpiar, incluí esta tarea dentro de la misma parada, la octava. Novena parada: comer. Décima parada: descansar. Undécima parada: levantarme el lunes para ir a la Biblioteca Nacional a cumplir la duodécima parada: intentar sacarme un carnet. Parada infructuosa. Vuelta a casa. Me doy cuenta de que con tanta parada ya he perdido tres días. Hace un rato he hecho la decimotercera parada: dedicarle tiempo al huerto. Realmente creo que no sé distribuir las paradas. Ahora estoy sentado  frente al ordenador, pensando en todo lo que tengo que hacer, en todo el tiempo que he perdido desde que empezaron las vacaciones, y en todas las veces que me he levantado del ordenador en estos tres días. Y estoy a punto de hacer la decimocuarta y última parada: cenar algo. Son las 10 y media de la noche del lunes. Tengo hambre. Se me acabaron las paradas. De aquí al domingo de Resurrección, del tirón. ¿Puede ser que haya oído en algún sitio que Juan Pablo II se inventó 3 paradas más?

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